Alrededor
del año 1000, en Córdoba, el caudillo andalusí Almanzor le comentó a su astrólogo
de cabecera lo que había soñado: un hombre le ofrecía espárragos y él se
apresuraba a comerlos. El astrólogo le respondió sin vacilar: “Es la señal para
comenzar la campaña contra el reino de León”. Almanzor le preguntó como lo había
sabido. “Los espárragos de Oriente se llaman al-halyum -dijo el astrólogo-
y el ángel del sueño te ha dicho: Ha Lyun,
aquí tienes León”.
Esto
que nos cuenta Antonio Muñoz Molina en su Córdoba de los Omeyas es una bonita forma de recordar que fueron ellos quienes nos
enseñaran a recoger los espárragos silvestres que crecían espontáneamente por
todo el sur de España. Esta tradición procedía de Mesopotamia.
Planta
originaria del sur del Mediterráneo, conocida por la cultura egipcia, los
griegos y los romanos la utilizaban como alimento con propiedades medicinales. En el siglo III ya aparece una
receta de Apicio en su De Re Coquinaria.
Además
de las propiedades vitamínicas y antioxidantes de todas las verduras, son diuréticos
y beneficiosos para la función hepática. Pueden ayudar a mejorar una resaca.
Hoy
se cultiva en todo el mundo. Los tipos comerciales más conocidos son los
blancos, los verdes y los trigueros o silvestres. Los primeros se producen tras
un cultivo muy sofisticado que impide que el turión quede expuesto a la luz para obtener ese color blanco. Los
verdes son los brotes tiernos de la esparraguera cultivada. Los silvestres, los
mejores, crecen con las primeras lluvias primaverales.
Los espárragos de abril para mí y los
de mayo para mi caballo.
Los
espárragos silvestres forman parte de mis primeras emociones gastronómicas, casi
todas ligadas a mis largos veraneos extremeños, junto a las cosechas furtivas
de higos, zarzamoras, ciruelas, tomates, acederas, sandías y melones. El manojo
conseguido casi siempre acababa en una tortilla que te dejaba un amargor
persistente y adictivo. Como sabemos, la atracción por lo dulce nos viene con
los genes, pero el gusto por lo amargo es adquirido.
A
los brotes o turiones verdes y
tiernos de la esparraguera, asparagus officinalis, les llamamos espárragos. Son parientes cercanos de los lirios,
tulipanes, ajos y cebollas y todas ellas pertenecen a la familia de las liliáceas.
En
España destacan los navarros y los de Aranjuez aunque su cultivo en Europa está
seriamente amenazado por las importaciones de China, Perú y Marruecos con
costes de producción sensiblemente más bajos.
La
industria conservera consigue resultados muy aceptables con los blancos,
consumidos tradicionalmente con salsa holandesa o una mayonesa casera. Los
trigueros funcionan más como verdura de temporada. Plancha, tortilla, sopa o
crema son las recetas más usadas.
Los
espárragos utilizados en la crema de la foto son trigueros finos cultivados,
parecidos a los silvestres en su aspecto. Ahí va la receta:
1. Para el cuerpo
de la crema utilizamos puerros y una pequeña patata. Picamos los puerros, los
rehogamos en aceite de oliva virgen durante diez minutos. Añadimos una patata
mediana en rodajas y rehogamos unos minutos más.
2.
Troceamos los
espárragos y reservamos las yemas para adornar los platos al final una vez
salteadas en aceite de oliva.
3.
Añadimos los
espárragos troceados a los puerros con patatas ya pochados y cubrimos con agua.
Hervimos durante otros diez minutos. No es ningún pecado añadir una pastilla de
un caldo de verduras ya que nos potenciará el sabor.
4.
Trituramos por
una potente licuadora y pasamos por el chino.
A
pesar de la suavidad que le aporta
la patata y el puerro, la crema mantiene la personalidad del espárrago
silvestre.
Otra
forma de tomarlo es en forma de tortilla de espárragos silvestres. En este caso,
necesitan una ligera fritura en aceite de oliva antes de mezclarlos con los
huevos.
Eso sí, si alguien en España te manda a freír espárragos, recuerda que el mensaje no es precisamente culinario.